viernes, 24 de febrero de 2012

Pues claro que sí: Spinoza


Altos Pirineos - Sept-2009

De la obra: “Ética demostrada según el orden geométrico” (1675) Spinoza.

"De la parte tercera: de la definición y naturaleza de los afectos

“DEFINICIÓN GENERAL DE LOS AFECTOS:
Un afecto, que es llamado pasión del ánimo, es una idea confusa, en cuya virtud el alma afirma de su cuerpo o de alguna de sus partes una fuerza de existir mayor o menor que antes, y en cuya virtud también, una vez dada esa idea, el alma es determinada a pensar tal cosa más bien que tal otra. EXPLICACIÓN: Digo, en primer lugar, que un afecto o pasión del ánimo es una idea confusa. En efecto: hemos mostrado (ver Proposición 3 de esta Parte) que el alma sólo padece en la medida en que tiene ideas inadecuadas, o sea, ideas confusas. Digo, además, en cuya virtud el alma afirma de su cuerpo o de alguna de sus partes una fuerza de existir mayor o menor que antes. En efecto: todas las ideas que acerca de los cuerpos tenemos revelan más bien (por el Corolario 2 de la Proposición 16 de la Parte II) la constitución actual de nuestro cuerpo que la naturaleza del cuerpo exterior; ahora bien, esta idea que constituye la forma de un afecto debe revelar o expresar la constitución misma que el cuerpo, o alguna de sus partes, tiene, en virtud del hecho de que la potencia de obrar del mismo, o sea, su fuerza de existir, aumenta o disminuye, es favorecida o reprimida. Pero debe observarse que cuando digo una fuerza de existir mayor o menor que antes, no quiero decir que el alma compare la constitución presente del cuerpo con la pretérita, sino que la idea que constituye la forma del afecto, afirma del cuerpo algo que implica, realmente, una mayor o menor realidad que antes. Y, puesto que la esencia del alma consiste (por las Proposiciones 11 y 13 de la Parte II) en afirmar la existencia actual de su cuerpo, y puesto que nosotros entendemos por «perfección» la esencia misma de una cosa, se sigue, por consiguiente, que el alma pasa a una mayor o menor perfección cuando le acontece que afirma de su cuerpo o de alguna de sus partes algo que implica una mayor o menor realidad que antes. Así, pues, cuando he dicho más arriba que la potencia de pensar del alma aumentaba o disminuía, no he querido decir sino que el alma había formado de su cuerpo, o de alguna de sus partes, una idea que expresaba una realidad mayor o menor de la que con anterioridad había afirmado de su cuerpo. Pues la importancia de las ideas, y la potencia actual de pensar, se valoran a tenor de la importancia del objeto. He añadido, en fin, en cuya virtud también, una vez dada esta idea, el alma es determinada a pensar tal cosa más bien que tal otra, con el objeto de expresar asimismo, además de la naturaleza de la alegría y la tristeza —que la primera parte de la definición explica— la naturaleza del deseo.” PROPOSICIÓN LV: “Cuando el alma imagina su impotencia, se entristece”: Demostración: La esencia del alma afirma sólo aquello que el alma es y puede, o sea: es propio de la naturaleza del alma imaginar solamente lo que afirma su potencia de obrar (por la Proposición anterior). Así pues, cuando decimos que el alma, al considerarse a sí misma, imagina su impotencia, no decimos sino que, al esforzarse el alma por imaginar algo que afirma su potencia de obrar, ese esfuerzo suyo resulta reprimido, o sea (por el Escolio de la Proposición 11 de esta Parte), que se entristece. Q.E.D. Corolario: Esta tristeza es tanto más alentada en la medida en que el alma imagina ser vituperada por otros, lo cual se demuestra del mismo modo que el Corolario de la Proposición 53 de esta Parte. Escolio: Esa tristeza acompañada de la idea de nuestra debilidad se llama humildad; y la alegría que surge de la consideración de nosotros mismos se llama amor propio o contento de sí mismo. Y como esta alegría se renueva cuantas veces considera el hombre sus virtudes, o sea, su potencia de obrar87, de ello resulta que cada cual se apresura a narrar sus gestas, y a hacer ostentación de las fuerzas de su cuerpo y de su ánimo, y por esta causa los hombres son mutuamente enfadosos. De ello se sigue también que los hombres sean por naturaleza envidiosos (ver el Escolio de la Proposición 24 y el Escolio de la Proposición 32 de esta Parte), o sea, que se complazcan en la debilidad de sus iguales, y, al contrario, se entristezcan a causa de su virtud. Pues cada vez que uno imagina sus propias acciones, es afectado de alegría (por la Proposición 53 de esta Parte), y tanto mayor, cuanto mayor perfección piensa que expresan esas acciones, y cuanto más distintamente las imagina, es decir (por lo dicho en el Escolio 1 de la Proposición 40 de la, Parte II), cuanto más pueda distinguirlas de las otras y considerarlas como cosas singulares. Por ello, cada cual, al considerarse a sí mismo, obtendrá la máxima complacencia cuando advierta en sí mismo algo que niega de los demás. Pero si refiere aquello que afirma de sí mismo a la idea universal de «hombre» o «animal», no se complacerá tanto, y, desde luego, se entristecerá si imagina que sus acciones, comparadas con las acciones de otros, son más débiles, cuya tristeza (por la Proposición 28 de esta Parte) se esforzará en rechazar, interpretando torcidamente las acciones de sus iguales, o adornando las suyas todo lo que pueda. Está claro, pues, que los hombres son por naturaleza proclives al odio y la envidia, y a ello contribuye la educación misma. Pues los padres suelen incitar a los hijos a la virtud con el solo estímulo del honor y la envidia. Acaso quede algún motivo de duda, pues no es raro que admiremos las virtudes de los hombres y los veneremos. Para apartar esa posibilidad de duda, añadiré el siguiente Corolario. Corolario: Nadie envidia por su virtud a alguien que no sea su igual. Demostración: La envidia es el odio mismo (ver el Escolio de la Proposición 24 de esta Parte), o sea (por el Escolio de la Proposición 13 de esta Parte), una tristeza, esto es (por el Escolio de la Proposición 11 de esta Parte), una afección que reprime el esfuerzo del hombre, o sea, su potencia de obrar. Ahora bien, el hombre (por el Escolio de la Proposición 9 de esta Parte) no se esfuerza en hacer ni desea hacer sino lo que puede seguirse de su naturaleza tal como está dada; luego el hombre no deseará predicar de sí mismo ninguna potencia de obrar o, lo que es lo mismo, ninguna virtud, que sea propia de la naturaleza de otro y ajena a la suya, y, por tanto, su deseo no puede ser reprimido, esto es (por el Escolio de la Proposición 11 de esta Parte), no puede entristecerse, por el hecho de reconocer alguna virtud en otro que sea distinto a él, y, por consiguiente, tampoco puede envidiarlo. Pero sí envidiará a su igual, cuya naturaleza supone ser la misma que la suya. Q.E.D. Escolio: Así pues, cuando hemos dicho más arriba, en el Escolio de la Proposición 52 de esta Parte, que nosotros veneramos a un hombre porque nos asombramos de su prudencia, su fuerza, etc., ello sucede (como es evidente por la misma Proposición) porque imaginamos que dichas virtudes están en él de un modo singular, y no como algo común a nuestra naturaleza, y, por ello, no se las envidiaremos más de lo que envidiamos a los árboles su altura, a los leones su fuerza, etc.
De la parte cuarta: de la servidumbre humana o de la fuerza de los afectos).
PROPOSICIÓN LV La mayor soberbia, y la mayor abyección, son la mayor ignorancia de sí mismo. Demostración: Esta Proposición es evidente por las Definiciones 28 y 29 de los afectos (XXVIII.— La soberbia consiste en estimarse a uno mismo, por amor propio, en más de lo justo. EXPLICACIÓN: La soberbia se diferencia, pues, de la sobreestimación, en que ésta se refiere a un objeto exterior, y la soberbia, en cambio, se refiere al hombre mismo que se estima en más de lo justo. Además, así como la sobreestimación es un efecto o propiedad del amor, así la soberbia es un efecto o propiedad del amor propio, el cual puede definirse, por ello, a su vez, como clamor de sí mismo, o el contento de sí mismo, en cuanto afecta al hombre de tal modo que se estima & sí mismo en más de lo justo (ver el Escolio de la Proposición 26 de esta Parte). Este afecto no tiene contrario, pues nadie se estima a sí mismo, por odio hacia sí mismo, en menos de lo justo; es más: nadie se estima a sí mismo en menos de lo justo por el hecho de imaginar que no puede esto o aquello. Pues el hombre imagina necesariamente todo cuanto imagina que no puede hacer, y esta imaginación lo conforma de tal manera que realmente no puede hacer lo que imagina que no puede. En tanto que imagina, en efecto, que no puede hacer tal o cual cosa, no se determina a hacerla y, consiguientemente, le es imposible hacerla. Ahora bien, si nos fijamos en lo que depende sólo de la opinión ajena, podremos concebir que se dé la posibilidad de que un hombre se estime en menos de lo justo: efectivamente, puede ocurrir que un hombre, al considerar tristemente su debilidad, imagine ser despreciado por todos, siendo así que a los demás ni se les ha ocurrido despreciarlo. Además, un hombre puede estimarse en menos de lo justo si niega de sí mismo, en el momento presente, algo que tiene relación con el tiempo futuro, que es incierto para él, como cuando niega que él pueda concebir nada con certeza, o que pueda desear, u obrar, nada que no sea malo o deshonesto, etc. Podemos decir, en fin, que alguien se estima en menos de lo justo cuando vemos que, por excesivo miedo a la vergüenza, no se atreve a hacer aquello a que se atreven otros iguales a él. Podemos, pues, oponer este afecto —que llamaré abyección— a la soberbia, pues así como del contento de sí mismo brota la soberbia, de la humildadnace la abyección, la cual, por ende, definimos como sigue.

 XXIX. —La abyección consiste en estimarse, por tristeza, en menos de lo justo.
EXPLICACIÓN: Sin embargo, solemos oponer a menudo la humildad a la soberbia, pero, al obrar así, atendemos más bien a los efectos de ambas que a su naturaleza. Solemos, en efecto, llamar «soberbio» a quien se gloría en exceso (ver Escolio de la Proposición 30 de esta Parte), a quien, cuando habla de sí mismo, menciona sólo virtudes, y sólo vicios cuando habla de los demás; quiere ser preferido a todos y, en fin, se presenta con la misma gravedad y atuendo que suelen usar otros que están muy por encima de él. Por contra, llamamos «humilde» a quien se ruboriza a menudo, confiesa sus vicios y habla de las virtudes de los demás, cede ante todos y, en fin, anda con la cabeza baja y descuida su atavío. Por lo demás, estos afectos —la humildad y la abyección— son rarísimos, pues la naturaleza humana, considerada en sí misma, se opone a ellos cuanto puede (ver Proposiciones 13 y 54 de esta Parte), y de esta suerte, quienes son reputados más abyectos y humildes, son por lo general los más ambiciosos y envidiosos)

PROPOSICIÓN LXI El deseo que nace de la razón no puede tener exceso.
Demostración: El deseo, considerado en absoluto (por la Definición 1 de los afectos), es la misma esencia del hombre, en cuanto se la concibe como determinada de algún modo a hacer algo; y así, el deseo que brota de la razón, esto es (por la Proposición 3 de la Parte III), el que se engendra en nosotros en la medida en que obramos, es la esencia o naturaleza misma del hombre, en cuanto concebida como determinada a obrar aquello que se concibe adecuadamente por medio de la sola esencia del hombre (por la Definición 2 de la Parte III); así, pues, si ese deseo pudiera tener exceso, entonces la naturaleza humana, considerada en sí sola, podría excederse a sí misma, o sea, podría más de lo que puede, lo cual es contradicción manifiesta, y, por ende, ese deseo no puede tener exceso. Q.E.D.
PROPOSICIÓN LXIX La virtud del hombre libre se muestra tan grande cuando evita los peligros como cuando los vence.
Demostración: Un afecto no puede ser aminorado ni suprimido más que por un afecto contrario, y más fuerte que el que se trata de reprimir (por la Proposición 7 de esta Parte). Ahora bien, la audacia ciega y el miedo son afectos que pueden concebirse como igualmente grandes (por las Proposiciones 5 y 3 de esta Parte). Por consiguiente, se requiere una virtud o fortaleza del ánimo (ver su Definición en el Escolio de la Proposición 59 de la Parte III) igualmente grande para reprimir la audacia que para reprimir el miedo; es decir (por las Definiciones 40 y 41 de los afectos), un hombre libre evita los peligros mediante una virtud del ánimo igual a aquella con que intenta vencerlos. Q.E.D. Corolario: En un hombre libre, pues, una huida a tiempo revela igual firmeza que la lucha; o sea, que el hombre libre elige la huida con la misma firmeza o presencia de ánimo que el combate. Escolio: He explicado en el Escolio de la Proposición 59 de la Parte III qué es la firmeza, o qué entiendo por ella. Por «peligro» entiendo todo lo que puede ser causa de algún mal: de tristeza, de odio, de discordia, etc.
PROPOSICIÓN LXXII Un hombre libre nunca obra dolosamente, sino siempre de buena fe. Demostración: Si un hombre libre, en cuanto que es libre, hiciese algo dolosamente, lo haría según el dictamen de la razón (pues sólo en esa medida lo llamamos libre), y así, obrar dolosamente sería una virtud (por la Proposición 24 de esta Parte), y, por consiguiente (por la misma Proposición), obrar dolosamente sería lo mejor que un hombre avisado podría hacer para conservar su ser; esto es (como es por sí notorio), lo mejor para hombres avisados sería concordar sólo en las palabras, siendo en realidad contrarios entre sí, lo cual (por el Corolario de la Proposición 31 de esta Parte) es absurdo. Luego un hombre libre, etc. Q.E.D. Escolio: Si ahora se pregunta, en el supuesto de que un hombre, mediante la perfidia, pudiera librarse de un inminente peligro de muerte, ¿acaso la regla de la conservación de su ser no le aconsejaría, sin duda alguna, que fuese pérfido? Se responderá de la misma manera: que, si la razón aconsejase eso, lo aconsejaría a todos los hombres; y, de esta suerte, la razón aconsejaría absolutamente a los hombres no contraer más que pactos dolosos en orden a unir sus fuerzas y contar con leyes comunes; es decir, aconsejaría, en realidad, que no tuviesen leyes comunes, lo cual es absurdo.
PROPOSICIÓN LXXIII El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo.
Demostración: Al hombre que se guía por la razón no es el miedo el que le lleva a obedecer (por la Proposición 63 de esta Parte), sino que, en la medida en que se esfuerza por conservar su ser según el dictamen de la razón - esto es (por el Escolio de la Proposición 66 de esta Parte), en cuanto que se esfuerza por vivir libremente— desea sujetarse a las reglas de la vida y utilidad comunes(por la Proposición 37 de esta Parte), y, por consiguiente (como hemos mostrado en el Escolio 2 de la Proposición 37 de esta Parte), desea vivir según la legislación común del Estado. El hombre que se guía por la razón desea, por tanto, para vivir con mayor libertad, observar las leyes comunes del Estado. Q.E.D. Escolio: Estas cosas, y las otras semejantes que hemos mostrado acerca de la verdadera libertad del hombre, tienen que ver con la fortaleza, esto es (por el Escolio de la Proposición 59 de la Parte III), con la firmeza y la generosidad. No creo que valga la pena demostrar aquí, por separado, todas las propiedades de la fortaleza, y mucho menos demostrar que el varón de ánimo fuerte no odia a nadie, no se irrita contra nadie, a nadie envidia, contra nadie se indigna, no siente desprecio por nadie y no experimenta la menor soberbia. Ya que esto, y todo lo que tiene que ver con la verdadera vida y la verdadera religión, se infieren con facilidad de las Proposiciones 37 y 46 de esta Parte; a saber, que el odio ha de ser vencido por su contrario el amor, y que todo el que se guía por la razón desea también para los demás el bien que apetece para sí mismo. A ello se añade lo que hemos comentado en el Escolio de la Proposición 50 de esta Parte y en otro lugares, a saber: que el varón de ánimo fuerte considera ante todo que todas las cosas se siguen de la necesidad de la naturaleza divina, y, por ende, sabe que todo cuanto piensa ser molesto y malo, y cuanto le parece inmoral, horrendo, injusto y deshonroso, obedece a que su concepción de las cosas es indistinta, mutilada y confusa; y, por esta causa, se esfuerza sobre todo por concebir las cosas tal como son en sí, y por apartar los obstáculos que se oponen al verdadero conocimiento, tales como el odio, la ira, la envidia, la irrisión, la soberbia y los demás de este estilo, que hemos comentado con anterioridad; y de esta suerte, se esfuerza cuanto le es posible, como hemos dicho, por obrar bien y estar alegre. En la parte siguiente demostraré hasta dónde se extiende la humana virtud para conseguir esto, y cuál es el alcance de su potencia.
PROPOSICIÓN XXXVII El bien que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás hombres, y tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.
Demostración: Los hombres, en cuanto que viven bajo la guía de la razón, son lo más útil que hay para el hombre (por el Corolario 1 de la Proposición 35 de esta Parte), y de esta suerte (por la Proposición 19 de esta Parte), es conforme a la guía de la razón el que nos esforcemos necesariamente por conseguir que los hombres vivan, a su vez, bajo la guía de la razón. Pero el bien que para sí apetece todo el que vive según el dictamen de la razón, esto es (por la proposición 24 de esta Parte), el que sigue la virtud, consiste en conocer (por la Proposición 26 de esta Parte); por consiguiente, el bien que todo aquel que sigue la virtud apetece para sí, lo deseará también para los demás hombres. Además, el deseo, en cuanto referido al alma, es la esencia misma de ésta (por la Definición 1 de los afectos); ahora bien, la esencia del alma consiste en el conocimiento (por la Proposición 11 de la Parte II), que implica el de Dios (por la Proposición 47 de la parte II) y sin el cual (por la Proposición 15 de la Parte I) no puede ser ni concebirse. Por tanto, cuanto mayor conocimiento de Dios está implícito en la esencia del alma, tanto mayor será el deseo con que el que sigue la virtud querrá para otro lo que apetece para sí mismo. Q.E.D. De otra manera: El hombre amará con más constancia el bien que ama y apetece para sí si ve que otros aman eso mismo (por la Proposición 31 de la Parte III), y de este modo (por el Corolario de la misma Proposición) se esforzará en que los demás lo amen; y dado que ese bien (por la Proposición anterior) es común a todos, y todos pueden gozar de él, se esforzará entonces (por la misma razón) para que todos gocen de él, y tanto más (por la Proposición 37 de la parte III) cuanto más disfrute él de dicho bien. Q.E.D. Escolio I: Quien se esfuerza, no en virtud de la razón, sino en virtud del solo afecto, en que los demás amen lo que él ama, y en que los demás acomoden su vida a la índole de él, actúa sólo por impulso, y por ello se hace odioso, y sobre todo a aquellos a quienes agradan otras cosas, y que, por ello, se empeñan y se esfuerzan a su vez, también por impulso, en que los demás acomoden sus vidas a la índole de ellos. Además, puesto que el supremo bien que los hombres apetecen en virtud del afecto es, a menudo, tal que uno solo puede poseerlo, de aquí proviene que los que aman no sean consecuentes consigo mismo, y, al mismo tiempo que se complacen en cantar las alabanzas de la cosa que aman, temen ser creídos. Pero quien se esfuerza en guiar a los demás según la razón, no obra por impulso, sino con humanidad y benignidad, y es del todo consecuente consigo mismo …
PROPOSICIÓN LXIV El conocimiento del mal es un conocimiento inadecuado.
Demostración: El conocimiento del mal (por la Proposición 8 de esta Parte) es la tristeza misma, en cuanto que somos conscientes de ella. Ahora bien, la tristeza consiste en el paso a una menor perfección (por la Definición 3 de los afectos) y, por ello, no puede entenderse por medio de la esencia misma del hombre (por las Proposiciones 6 y 7 de la Parte III); por ende (por la Definición 2 de la Parte III), es una pasión, la cual (por la Proposición 3 de la Parte III) depende de ideas inadecuadas, y, por consiguiente (por la Proposición 29 de la Parte II), su conocimiento, o sea, el conocimiento del mal, es inadecuado. Q.E.D. Corolario: De aquí se sigue que si el alma humana no tuviera más que ideas adecuadas no formaría noción alguna del mal.
(Parte quinta: del poder del entendimiento o de la libertad humana.)
PROPOSICIÓN XXV El supremo esfuerzo del alma, y su virtud suprema, consiste en conocer las cosas según el tercer género de conocimiento.
Demostración: El tercer género de conocimiento progresa, a partir de la idea adecuada de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas (ver su Definición en el Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II). Cuanto más entendemos las cosas de este modo, tanto más (por la Proposición anterior) entendemos a Dios y, por ende, (por la Proposición 28 de la Parte IV), la suprema virtud del alma, esto es (por la Definición 8 de la Parte IV), su potencia o naturaleza suprema, o sea (por la Proposición 7 de la Parte III), su supremo esfuerzo, consiste en conocer las cosas según el tercer género de conocimiento. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXVI Cuanto más apta es el alma para entender las cosas según el tercer género de conocimiento, tanto más desea entenderlas según dicho género.
Demostración: Es evidente. Pues en la medida en que concebimos que el alma es apta para entender las cosas según ese género de conocimiento, en esa medida la concebimos como determinada a entender las cosas según dicho género, y, consiguientemente (por la Definición 1 de los afectos), cuanto más apta es el alma para eso, tanto más lo desea. Q.E.D.
PROPOSICIÓN XXVII Nace de este tercer género de conocimiento el mayor contento posible del alma. Demostración: La suprema virtud del alma consiste en conocer a Dios (por la Proposición 28 de la Parte IV), o sea, entender las cosas según el tercer género de conocimiento (por la Proposición 25 de esta Parte), y esa virtud es tanto mayor cuanto más conoce el alma las cosas conforme a ese género (por la Proposición 24 de esta Parte). De esta suerte, quien conoce las cosas según dicho género pasa a la suprema perfección humana, y, por consiguiente (por la Definición 2 de los afectos), resulta afectado por una alegría suprema, y (por la Proposición 43 de la Parte II) acompañada por la idea de sí mismo y de su virtud; por ende (por la Definición 25 de los afectos), de ese género de conocimiento nace el mayor contento posible. Q.E.D.
PROPOSICIÓN XLII La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella.
Demostración: La felicidad consiste en el amor hacia Dios (por la Proposición 36 de esta Parte, y su Escolio), y este amor brota del tercer género de conocimiento (por el Corolario de la Proposición 32 de esta Parte); por ello, dicho amor (por las Proposiciones 59 y 3 de la Parte III) debe referirse al alma en cuanto que obra, y, por ende (por la Definición 8 de la Parte IV), es la virtud misma; que era lo primero. Además, cuanto más goza el alma de este amor divino, o sea, de esta felicidad, tanto más conoce (por la Proposición 32 de esta Parte), esto es (por el Corolario de la Proposición 3 de esta Parte), tanto mayor poder tiene sobre los afectos, y (por la Proposición 38 de esta Parte) tanto menos padece por causa de los afectos que son malos. Y así, en virtud de gozar el alma de ese amor divino o felicidad, tiene el poder de reprimir las concupiscencias; y, puesto que la potencia humana para reprimir los afectos consiste sólo en el entendimiento, nadie goza entonces de esa felicidad porque reprima sus afectos, sino que, por el contrario, el poder de reprimir sus concupiscencias brota de la felicidad misma. Q.E.D. Escolio: Con esto concluyo todo lo que quería mostrar acerca del poder del alma sobre los afectos y la libertad del alma. En virtud de ello, es evidente cuánto vale el sabio, y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo. Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro."