viernes, 3 de febrero de 2012

Setas, tortas y humo.

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He tenido que ausentarme de la charla micológica varias veces para toser a gusto sin molestar. No sé dónde hacía más frío, si fuera o dentro, donde un tal Rogelio conducía la presentación audiovisual sobre el fascinante mundo de las setas. Estábamos en un “txoco”, aunque en Soria, acristalado y lleno de artilugios de labranza. También, sobre una mesa alargada cubierta de un plástico blanco, unas veinte o treinta setas distintas, recolectadas durante esta semana para ser mostradas hoy. El clima no ha sido el favorable para que luego, el paseo “recolector” sea fructífero. Alguien del grupo, que ha traído cesta y rastrillo, al mencionar la amanita cesárea comenta que en la Roma antigua, algunos murieron por comerla. Rogelio sonríe y explica: se cuenta que algunos esclavos perdieron la vida como castigo por haber sido sorprendidos al recolectar o comer aquel manjar destinado exclusivamente a los césares, de ahí su nombre.
Chus y yo hemos prescindido del paseo y nos hemos venido al pueblo a comprar la prensa del domingo y dar alguna vuelta por Vinuesa. Hemos entrado en el bar
E., y a medida que nos hemos ido quitando capas y capas de ropa, los sentidos nos han empezado a obsequiar con el silencio ensordecedor que reina en este sitio, interrumpido por los ruidos del señor que, al otro lado de la barra, manipula la cafetera y por el crepitar y el chisporroteo de la leña y el fuego en la chimenea, el olor del embutido que cuelga cerca de ella, arriba en el techo, la luz tenue que a intervalos se inunda de un sol que entra haciendo brillar las gotas de lluvia en los ventanales.

Para el segundo Ribera, me siento en confianza para preguntarle a Florentino, el dueño del bar, cómo ha conseguido esta delicia de pan que nos pone con las tapas. Resulta que es una torta de aceite, y cuando me indica dónde comprarlo, y estoy a punto de doblar la esquina, ya en la calle, me llama desde la puerta del bar y me dice, que si ya no quedan, pues que le coja dos barras y me da una de sus tortas. Y efectivamente, ya se han vendido todas, pero cuando estoy a punto de salir, la panadera me dice que me lleve una torta pequeña que se había guardado para su propio consumo. Que no pasa nada. Que su marido hoy no está en casa y que para ella sola, que se coge otra cosa. Salgo agradecida y conmovida por la amabilidad visontina.
A la vuelta, cuando le cuento a Florentino la coincidencia de su actitud con la de la panadera, añade:
.- Claro! Como que somos amantes.- .
.- Pues que sepas que hoy no está su marido.- Le digo yo. Reímos.
Después, un señor mayor que se toma un café, nos pide permiso para fumarse un cigarro dentro del bar.
.- Pues si usted fuma, fumo yo.- dice Chus. Al final, acaban saliendo los dos fuera. Hablo con Florentino distendidamente sobre la vida en los pueblos y en las ciudades. Es un tipo peculiar, algo ácido, pero con cierto sentido del humor, aunque él apenas se ríe. No me lo dice, pero juraría que él no ha vivido siempre aquí, en el pueblo. Entra otro hombre en el bar, que resulta ser el torero de una de las fotografías que adornan las paredes. Vuelven Chus y el señor fumador. Entran cuatro cazadores muy jóvenes. Los vapores del Ribera y el calor de la chimenea nos ponen una sonrisa floja a mi amiga y a mí. Los cazadores nos miran, y se ríen a hurtadillas de sus propios comentarios. Qué auténtico y nada sofisticado es todo en este lugar…
Entra un nuevo personaje. Se detiene unos instantes al cerrar la puerta tras de sí. Echa un vistazo a la escena. Identifica y exclama:
.- Uy! Leña verde, gente joven: todo humo.-
Y la prensa sin abrir.


M.G.